
Azucena del jardín de Larraona en todo su esplendor.
Sus bellos estambres de oro dormitan en lecho de nieve.
(Foto de Jesús Díaz).
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Oleadas de aire glacial barriendo inmisericordes las calles de la ciudad, frío gélido en mañana invernal,
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Esther, dulce Esther,
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deseo cobijar en la calidez de mi pecho tus manos ateridas y lívidas, que horas ha soportan, en su trémula desnudez, la intemperie desapacible.
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quiero envolver en hálito templado tus dedos de rosa, finos y delicados.
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Abrázame tiernamente y róbame sin escrúpulos, cual Prometeo audaz, las llamas de mi hoguera para calentar tu Ser.
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Permíteme a cambio, Esther,
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solazar mi espíritu en las plácidas aguas de tu mirada y en la ternura de tu sonrisa.
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regodearme silenciosamente contemplando la tenue palidez de tus mejillas,
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deleitar mi turbado corazón gozando con fruición de tu hermosura y de tu figura, grácil y retozona.
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Tu felicidad es mi felicidad, dulce Esther; sin ti, la Nada, el Abismo insondable.
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Zaragoza, 7 de Enero de 1995.
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